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Prólogo de Carlos Marzal.
En cuanto un género alcanza un mínimo esplendor, el crítico literario atento se pregunta por qué, sabiendo que ahí se agazapa una clave de la época. El tonto protesta automática y airadamente contra la moda, autoerigido en guardián de las puras esencias de la originalidad. Lo estamos viendo ahora que el aforismo español vive un auge felicísimo. Responde, sin duda, al espíritu de nuestro tiempo y viene a sanarlo con su propia medicina de intensidad, velocidad y dispersión, como un tratamiento de choque. Aparentemente es homeopático, pero añade profundidad, amor a la tradición y una visión personal del mundo. Ramón Eder (Lumbier, 1952) es tal vez el autor más destacado de este apogeo, además de uno de sus pioneros. Supo captar enseguida el signo de los tiempos y prácticamente ha dejado la poesía y la narrativa para centrarse en sus aforismos. Ha detectado los males que nos afligen y los fustiga con piedad, aunque sin cuartel, regalándonos la brevedad, el humor y la brillantez que exigimos, pero colándonos, como si nada, la sabiduría, la alegría y la bondad que necesitamos. Enrique García-Máiquez