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Pilar Rius. Entre los niños forzados a abandonar sus familias para escapar del infierno de la Guerra Civil yo fui afortunada; algunos tuvieron un destino lleno de carencias, en la Rusia Soviética, otros, como los niños de Morelia, en México, fueron recibidos con cariño, alimentados y educados, pero sin sus padres. Los hubo que, incorporados a sus familias de adopción, nunca volvieron a sus orígenes, ni menos conocieron a sus padres biológicos. Yo salí de España con mis padres y viví en un Pensionat de Normandía los primeros meses de exilio, después, a papá lo comisionaron, en París, a una empresa española que abastecía a la República. Allí nos sorprendió la II Guerra Mundial y otra vez a hacer las maletas. Al subirnos al Statendam, el barco que nos trasladaría a México –siempre con la amenaza de los submarinos alemanes– me despedí de mi infancia en Tarancón, de mis abuelos, de mis tíos y de mi niñera María Luisa, de las expediciones a coger uvas, de las tardes con mi abuela María: el piano y a bailar con el tío Pepe que era muy jovencito, las natillas, los disfraces de mamarrachos; adiós a una infancia feliz y un futuro lleno de promesas. En México, solidario, generoso, fraternal, me esperaba una vida nueva, libre de los horrores de la guerra; en México, mi otra patria, construí una familia y desarrollé una vocación. En esta hermosa tierra he crecido, me he hecho mujer y ahora, muy anciana, vivo una existencia apacible y suave, como los cantos rodados del río de mi pueblo manchego.
Un canto a la vida entre guerras, un testimonio profundamente lúcido, alegre y desgarrado de una mujer manchega en el exilio.