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Paul Verlaine (Metz, 1896), el «padre y maestro mágico, liróforo celeste» invocado por Rubén Darío con toda admiración y un algo de sorna, fue y sigue siendo el poeta más representativo del simbolismo francés. Hijo de un oficial de la Armada y de una joven de familia terrateniente, estudió en París y empezó a escribir versos, como casi todos los poetas, desde muy joven. Su primer libro, Poemas saturnianos, nos lo muestra bajo la influencia bifronte de Baudelaire, el primero de los modernos, y la de los ya un tanto ajados poetas de El Parnaso. A Verlaine se le recuerda hoy casi más por su tormentosa vida (su relación con Rimbaud, incluyendo un disparo en plena calle y dos años de cárcel, sus crisis religiosas y sus crisis alcohólicas, sus días de negra miseria y su dorado nombramiento casi final, dos años antes de su muerte, de «Príncipe de los poetas») que por los poemas que escribió, pero fue poeta, un magnífico poeta, de amplia influencia sobre los poetas que le siguieron y buena parte de su obra es aún mucho más que historia y arqueología y puede seguir leyéndose con gusto. En España fue el determinante de la gran aportación traída por Darío a la poesía castellana y en los años veinte llegaron a publicarse una docena de sus principales obras traducidas por buenos poetas del momento como Mauricio Bacarisse, Enrique Díez-Canedo, Emilio Carrere, Guillermo de Torre y Eliodoro Puche.
El mejor Verlaine en la extraordinaria traducción de Manuel machado