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Pío Baroja se puso en escena con un empeño y una constancia tales que invitan a seguir con entusiasmo sus pasos en esas sendas entrecruzadas de su obra, que es en realidad una fuente inagotable de episodios vividos por él mismo, es decir, su autobiografía. El suyo es un colosal fresco en el que abundan los alter ego y contrafiguras. De Silvestre Paradox al crepuscular Xavier Arias Bertrand, pasando por su atormentado Andrés Hurtado, todos encarnan los pasos dados por el propio Baroja, ya sea en la Pamplona finisecular, la que al anochecer jugaba a ciudad medieval, en el Madrid de los cafés de 1900, de la facultad de Medicina, el de la bohemia y el hampa de los desmontes y la cuevas, o en París, Londres o Roma, destinos de sus viajes al extranjero. Los de esos personajes, alter ego apenas enmascarados, son caminos que se cruzan y entrecruzan hasta el final de sus días, los de la expatriación azacaneada durante la Guerra Civil y los del regreso a la patria, cuando, con dificultad, un Baroja que se apaga monta la escena de Las veladas del chalet gris. Fueron ellos los encargados de escribir la autobiografía que Baroja no escribió y quienes más se acercaron a la persona que el personaje ocultaba. En consecuencia, Pío Baroja, a escena.