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Charles Bukowski cultivó un equívoco rentable: el de escritor al margen de la sociedad. Al albur de esta imagen supo construir un mito en torno a sí mismo, para despistar un poco a los críticos y ganarse al lector medio. El episodio de Bukowski en la televisión francesa, borracho y deslenguado, le sirve para conquistar de sopetón un nuevo país al otro lado del océano. Con unas pocas etiquetas más -las de bebedor, jugador, mujeriego y vagabundo- levantó un personaje y una firma literaria. Pero escarbando en su estructura íntima, descubrimos a un hombre atenazado por los demonios familiares, dotado de una exquisita sensibilidad cultural y obstinado en hacerse un hueco de honor en el parnaso. El pretendido último poeta maldito de la literatura norteamericana termina sus días viviendo en una casa de dos plantas con piscina, jacuzzi y jardín y conduciendo un BMW de miles de dólares. Bukowski fue un atento fotógrafo de la vida que supo convertir los detalles más nimios en prosa perdurable.