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Prólogo de Rodolfo Mondolfo.
En torno al 500 a. C., casi en los orígenes mismos de la filosofía griega, brilla con luz propia la filosofía de Heráclito, nacido en Éfeso en el seno de una familia de alcurnia. Heráclito no sólo desprecia, según la tradición, a los demás filósofos, sino al entero género humano, convirtiéndose en el paladín de los ideales aristocráticos. Los fragmentos heraclíteos que han llegado hasta nosotros son difíciles de interpretar y por eso se le calificaba desde la antigüedad como el filósofo oscuro, un filósofo que rechazaba la idea central de la filosofía milesia que explicaba el origen del cosmos a partir de un elemento o principio originario. Aunque para él todo surge del fuego, lo único real es el devenir, que, como las aguas de un río, describe bien la ausencia de un principio estable. Esa es, al menos, la opinión de algunos de sus seguidores e intérpretes. Entre ellos se encuentra el autor cuyo estudio sobre Heráclito reproducimos, Oswald Spengler, para quien, frente a los milesios que buscan un origen sustancial de todas las cosas, Heráclito niega el ser y reduce lo real a acontecer puro, desprovisto de sustancia y regulado por la ley que rige el devenir de los opuestos y su mutua y constante pugna. Spengler, en un ejercicio de lectura anacrónica, nos presenta un Heráclito visto a partir de las teorías físicas de su época.