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Adelantamos el primer artículo de 'El viaje a Rusia de 1934' de María Teresa León
“Primer Congreso de Escritores Soviéticos. ¡Habla Moscú!”
Las calles de Moscú nos reciben sin nieve y con una muchedumbre que las recorre donde predominan los vestidos blancos. Los jardines están llenos de hombres y mujeres que descansan y se ven macizos de claveles oscuros. Dos años de progresos separan lo que yo vi de lo que veo ahora. En dos años Moscú ha cambiado de traje. “Es el Plan quinquenal”, nos dicen sonriendo enseñándonos una corbata. “¡Del Plan quinquenal!”, nos repite una muchacha, enseñándonos sus medias de seda, “¡Del Plan quinquenal!”, y nos señalan los escaparates de los almacenes, llenos de mercancías: cacerolas, infiernillos, perfumes, trajes, sombreros, frutas, flores, que los periódicos antisoviéticos pronosticaron, pesimistas, que los ciudadanos rusos no tendrían nunca.
Hace unos años toda la tensión arterial del pueblo ruso iba dirigida a conseguir su gran industria. Se construyeron, apretando los dientes, presas, canales, altos hornos, fábricas. Ahora la industria superligera florece. “Mira: es del Plan quinquenal”, y nos enseña, feliz, un sombrero de paja.
Por las calles de Moscú no hay nieve, sino calor y sol. Predominan la limpieza y los colores blancos. La sorpresa va saliendo a detenerme en todas las esquinas en forma de tiendecillas donde se puede comprar con rublos toda clase de productos de alimentación y vestido. Se han abierto las tiendas como en una inauguración triunfal de la época más cómoda que empieza. No se abren, como recuerdo en mi infancia, con charanga y obsequio al comprador, sino igual que el trigo y la avena, una detrás de otra, porque les ha llegado la hora de granar, el momento preciso, previsto ya en la economía dirigida del país de los Soviets. Esta es una de las grandes novedades de Moscú. “Tenemos de todo”, y eso se ve por las avenidas y por las plazas en la inquietud tranquila con que cruzan las calles con buenos zapatos en los pies y una rubasca deslumbrante que parece una paloma.
Así, con esa claridad de bienestar y sol, hemos sido recibidos los escritores que, de todas las naciones del mundo, llegamos invitados al I Congreso de Escritores Soviéticos. En la estación, entre máquinas fotográficas, amigos de antes, de los días de nieve, nos besan. Quieren explicarnos que nos encuentran iguales, que están contentos con vernos, con tocarnos; casi les oigo pronunciar esa frase familiar: “Habéis crecido”. Están tostados. Parece que llegamos a una playa de moda. Las muchachas llevan las espaldas desnudas, cruzadas por tirantes. Decididamente el blanco es el color de Moscú. Los soldados rojos van también impecablemente inmaculados.
Nos han alojado en el suntuoso hotel Metropol. La vieja Ópera, con su cuadriga verde, se enfrenta ahora con la estación de Metro a medio terminar. Entre la profusión de tranvías pasa de cuando en cuando un trolebús, que sigue, más confortable y cómodo, los rieles de la red de tranvías. Esta novedad les enorgullece. Nosotros compartimos su orgullo; es la primera vez que los vemos. El teléfono de nuestro cuarto no deja un momento de funcionar. Nos ofrecen planes, excursiones. Nos saludan y piden opiniones y cuartillas para los periódicos. El Congreso tiene un aire importante que nos domina. Todos los vecinos de Moscú conocen su trascendencia. Quinientos escritores soviéticos participarán en él. Gorki presidirá con su aire polar y sus ojillos de hormiga. Será concreto y firme. “La calidad es una condición inseparable de la buena literatura”. Nos reuniremos el día 17 en la Casa de los Sindicatos. Bujarin hablará de poesía. Se hará el balance de la producción de estos diecisiete años. Informarán los delegados extranjeros. Todo Moscú conoce la importancia de las decisiones que han de salir de él. Durante diecisiete años se ha producido y se ha escrito más que en un siglo zarista. En las fábricas hay conferencias, carteles, información sobre el Congreso. Es un gran acontecimiento cultural. Nosotros mismos hemos podido comprobarlo.
Los obreros de la construcción nos han llamado a su Club. Al caer la tarde aparecieron las líneas de casitas donde viven, separadas por bandas verdes de prado para jugar los niños y crecer las flores. La escena estaba adornada de hortensias. Alguien con cara eslava y palabra cortante les explicó el porqué de nuestra visita. Habló de literatura. Los nombres de Anatole France, Pushkin, Gide, Barbusse se separaban, para mi oído, de las palabras rusas. Luego habló de España, de Grecia, de Austria, de los Estados Unidos. En las primeras filas, tiernamente abrazados, con la boca entreabierta y los ojos fijos, escuchaban un hombre y una mujer. Un muchacho apretaba la barbilla entre sus manos y los codos contra sus rodillas. Como espuma llegaban los aplausos al techo de madera. Todos comprendían de lo que se trataba. ¿Hubiese sido posible de otra manera esa actitud? Luego, cuando recorrimos aquella graciosa ciudad, pudimos comprender. En cada pabellón hay un rincón rojo con una biblioteca. Sobre una pared, un retrato del poeta Pushkin, la reproducción de las ilustraciones de sus libros, las fechas en que fueron escritos sus mejores poemas. Uno de los obreros, que en gran número seguían nuestra visita, se acercó tímido, colorado: “Nel mezzo del cammin di nostra vita...”; ¡Dante, de pronto, entre los constructores de una fábrica! La juventud del estudiante de italiano apenas si le hacía testigo de la revolución de octubre. Era Dante en la nueva vida, esa vida que conservaba de la anterior, aquella noche, un acordeón sentimental que tocaba en un dormitorio.
Sí; la vida es nueva, reluciente y bruñida como un comedor limpísimo donde cenamos con los obreros de choque una cena magnífica, donde, como en las ilustraciones de los cuentos de Perrault, traían gansos adornados de flores en fuentes inmensas. Y habló el udarnik (obrero de choque) más viejo. Siempre ha sido albañil. Treinta años entre yesos y cales, a las nieves y a los soles del verano. Antes nadie decía si lo hacía bien o mal, si su trabajo era útil o no. “Ahora es distinto –le tiembla la barbilla gris de eslavo puro–. Ahora gano premios, me elogian. Cuando me dieron la última recompensa prometí dar aún más mi vida por la construcción socialista”. ¿Quién dijo que los hombres sólo se sienten movidos por la ambición del dinero? Los obreros de choque buscan la gloria. Antes sólo se podía encontrar entre las armas. Al discurso de las armas y las letras de Cervantes hay que añadir el elogio de esas herramientas modestísimas en todos los países, y que son las armas heráldicas del país de los Soviets.
Nos despiden. Salen todos los obreros al camino, mientras nuestros coches se alejan. Mi recuerdo se detiene dentro de mis ojos. Los deportistas soviéticos llegan a París. La Policía carga salvajemente sobre los pacíficos ciudadanos. No sucede así cuando llegan Charlot o el ex rey de España. Pero... los deportistas soviéticos llegan a París. Y como una cosa casi imposible, como un sueño que todo lo volviese del revés, como un nuevo triunfo, veo al alejarme de la fábrica donde los obreros tiran al aire sus gorras la imagen de un oficial del Ejército rojo que vi bajar, lentamente, las escaleras del hotel Lutecia, en el mismo centro de París.
(Moscú, 15 de agosto de 1934)
(Heraldo de Madrid, 31 de agosto de 1934, pp. 1-2)
Damián FLORES
Rafael Alberti y Mª Teresa León. 2016
Óleo / tela
36 x 55 cm.
Incluído en la exposición El viaje y el escritor: Europa 1914-1939.
Comisario de la exposición: Fernando Castillo