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Por Elvira Lindo.
Termina una este libro que reúne la inabarcable experiencia vital de Mercedes Núñez Targa y siente que tarda días en salir de sus páginas. Cerré hace una semana El valor de la memoria, leyendo también los necesarios apuntes biográficos que su hijo, Pablo Iglesias, ofrece para que el lector ordene la vida de esta mujer inagotable, y ando todavía rumiando pasajes del libro, que se ha instalado dentro de mí como si esta mujer, Mercedes, fuera alguien de mi entorno cercano a quien por error he tardado en conocer. Pero su presencia ha llegado para quedarse, su voz, la voz que articula estas memorias, resuena ahora en mi mente con tal fuerza, que la escucho como si tuviera aquí, a mi lado, en el salón de casa, relatándome cómo fueron sus días en la cárcel de Ventas de Madrid, recién acabada la contienda; su paso a Francia y su posterior detención cuando el país de la libertad se rindió vergonzosamente a los alemanes; las peripecias una vez puesta en libertad como guerrillera en la población francesa de Carcassonne y el terrorífico año, anterior a la liberación aliada, que padeció en el campo nazi de Ravensbrück.
Incurriría en un error imperdonable si entrara en detalles de lo que con tanta claridad la autora cuenta en su libro. Mercedes Núñez Targa, dotada con el verbo transparente y preciso tan propio de las mujeres de su generación, narra casi de manera plástica lo que vive, y lo hace muchas veces en tiempo presente, de tal manera, que el lector se siente concernido por los padecimientos de las presas: el hambre, la suciedad, el frío y el miedo a la muerte o a la tortura; pero también, por momentos, se ve reconfortado por los estrechos lazos de solidaridad que se tejen entre unas y otras, por esa dignidad que las empuja a no renunciar, ni en las peores circunstancias, a la causa de la libertad y de la justicia que todas comparten y que es el alimento que les procura esperanza cuando a punto están de perderla.
Hay una primera parte, la que transcurre en la cárcel de Ventas, en la que la autora, que tiene un oído prodigioso, se deja llevar por el lenguaje popular de las presas, y tienen sus diálogos una cualidad galdosiana. Ay, esos diálogos impagables que nos muestran de manera exacta cómo hablaban las mujeres del pueblo, la gracia, el descaro, la formalidad también, el buen decir de las cosas, los dichos, los refranes, las frases heredadas de las canciones populares con las que las reclusas se consuelan y elevan su ánimo hasta casi rozar la alegría. Tiene el talento Mercedes, con una astucia literaria que ya quisieran muchos escritores, para dibujar con pocos trazos la personalidad de sus compañeras, y así comienzan a resultarnos familiares sus personajes: la madre joven que pierde a un bebé comido por el hambre y las infecciones, la presa torturada que pasea las heridas incurables por las palizas recibidas, la que mantiene la compostura a pesar de estar a las puertas de la muerte, las pobres locas, o esas otras, tan próximas al espíritu de la autora, que se mantienen en pie gracias a una ideología que les inocula tanta fuerza como la fe religiosa. Esa fe, la católica, que Mercedes pierde al ver cómo las monjas cancerberas actúan sin la piedad que se le supone a quien profesa la palabra de Cristo. Las vemos compartir el agua escasa, aliviar sus penas en conversaciones a media voz, las sentimos temblar en la madrugada escuchando los tiros de gracia, contando a los fusilados, las admiramos en su empeño por no rendirse y por la tozuda creencia de que aun viviendo presas tienen que aprovechar el tiempo para cuando llegue la libertad. Nos emocionamos al ver cómo, gracias a la precaria escuela que entre las más activas organizan, la madre vieja escribe por vez primera una carta a su hijo, y asistimos también a esa escena en que las presas ceden el paso reverencialmente a una de las reclusas más célebres que habitó las prisiones españolas, Matilde Landa, que por no rendirse ante la tremenda presión a la que la Iglesia Católica la sometió para convertirla a su fe y mostrarla como ejemplo de la nueva España se dejó morir (pocas veces se pronuncia la palabra suicidio) en la prisión de Palma de Mallorca.
Quieren humillarlas, pero no se dejan. Están convencidas de que el único que pierde la dignidad en la batalla diaria de subsistencia en la cárcel es quien humilla, quien actúa cruelmente con las débiles, con aquellas que no pueden defenderse. La creencia de que a ningún ser humano se le puede arrebatar su más íntima dignidad por muchas vejaciones a las que se le someta es la máxima que guía la vida de esta mujer que supo sufrir sin doblegarse. Tiene su voz una cualidad tan femenina que emociona, posee la valentía propia de aquellas heroínas a las que tantos ignorantes han considerados personajes secundarios:
Escribo porque se tiene que contar, aunque no sepa demasiado, con mi vocabulario empobrecido por el exilio; porque no se trata de hacer obra literaria, sino de decir la verdad. Y eso sí que lo haré. Me sacan de quicio los que cuando escriben sus memorias se muestran modestamente a sí mismos como los perfectos héroes, que nunca tuvieron miedo, que nunca pensaron en el «papeo», ¡puros espíritus!, que naturalmente estuvieron al frente de las acciones que salieron bien; pero que cuando hubo algún problema, ¡ah no!, ellos ya habían advertido que… Yo, no. Yo he tenido miedo, mucho miedo, e insensateces, también he hecho muchas; he pasado hambre e incluso he tenido deseos de quitarle la comida a una compañera. Todo os lo contaré y no haré trampa.
No hace trampa, no. Todo suena a pura verdad. Jamás usa el lenguaje para encubrir, embellecer o engatusar sino para llamar al pan pan y al vino vino, como así mismo lo expresaría Paquita Colomer, que es la propia Mercedes rebautizada con un nombre de guerra. Cuando Mercedes, Paquita Colomer, pasa la frontera y no escarmentada por su estancia en las prisiones españolas comienza a organizarse en un grupo clandestino de guerrilleros españoles, el lenguaje con el que nos cuenta su aventura pierde algo del casticismo propio de su patria, se vuelve menos local pero resulta igualmente expresivo. Mercedes o Paquita se desenvuelve en español, en francés, y luego ya, cuando cae en manos de la gendarmería francesa al servicio de los nazis e ingresa en los campos, sus frases se ven trufadas de expresiones alemanas, polacas, rusas, yugoslavas, francesas. La imaginamos viva y atenta, aprendiendo al vuelo palabras para comunicarse con unas camaradas separadas por la lengua pero unidas en el intento de vencer a la muerte hasta que el ejército aliado libere los campos.
Son las páginas que se desarrollan en el campo de Ravensbrück las más dramáticas y las más épicas también. Sutilmente, Mercedes nos señala cómo es más fácil mantener el ánimo ante el horror cuando una persona está sostenida por una ideología o por una causa que la mantiene en posición de lucha, que si se ve condenada por cuestiones raciales. Las mujeres judías y sus pobres criaturas, destinadas a una muerte segura y acusadas de un imaginario pecado original, son presencias fantasmales al lado de esas otras que se saben ahí por combatir el nazismo y no abandonan el compromiso de luchar por una sociedad más justa. Sólo muy al final de este relato, a Mercedes le flaquean las fuerzas y es en la enfermería del campo, donde las convalecientes servían de conejillo de indias para los sádicos médicos nazis antes de ser gaseadas o caían de pura debilidad, donde la protagonista de este libro se ve desfallecer, aunque aún tiene fuerzas para colocarse en la solapa de sus harapos una banderita republicana que sus compañeras han tejido para ella antes de despedirse. Es el 14 de abril de 1945.
No sabe nadie de qué material están hechas las personas valientes. Mercedes fue una de ellas. Hay fanfarrones que cuentan lo que harían o lo que hubieran hecho de verse en los campos, y luego hay seres humanos que narran lo que hicieron para sobrevivir, con las flaquezas que asuelan en esas situaciones límite a cualquiera. Mercedes fue una de esas singulares personas que logran mantenerse vivas ayudando a sus pares. Cuando ya liberada está de regreso a casa, de regreso a Francia desde el campo de concentración, observa cómo el pueblo humilla a dos mujeres alemanas que llevan en los brazos a unos críos asustados, y se rebela, afea la conducta a quienes se envalentonan con los débiles y no con los verdugos. Le regala su paquete de galletas a las criaturas. Es un detalle, una anécdota, pero conmovedoramente ejemplar. Las personas que la emprenden con los más vulnerables no están ejerciendo la justicia sino la venganza.
Fue una mujer valiente, que escribió sus recuerdos de la cárcel para dar voz a aquellas compañeras que le rogaron que lo contara, que narrara aquella atroz experiencia para que sus vidas, condenadas a un injusto anonimato, se hagan sitio en nuestra memoria. Recuperada sólo en parte de las lesiones físicas que su paso por el campo había dejado en un cuerpo que, aunque fuerte, se vio debilitado de por vida, acudió como testigo al juicio contra René Bach, el joven francés que, con extrema crueldad, sirvió como intérprete a los nazis y participó en los interrogatorios y torturas que enviaron a muchos, entre otros a Mercedes, a los campos de concentración. Una de las imágenes más bellas de nuestra protagonista es la de su comparecencia en aquel juicio. Tiene una presencia heroica. Se casó con otro histórico de la lucha antifranquista, Medardo Iglesias, y los dos hicieron de su hogar un lugar de encuentro para los exiliados españoles. Tuvo tiempo de intervenir en las radios francesas, de escribir artículos, de contestar a entrevistas ya en la España democrática, de ser madre, como ella soñaba, aunque los médicos se lo desaconsejaran por su extrema debilidad.
Es, sin duda alguna, una de nuestras heroínas. Una voz que se escucha y ya no se olvida. Una personalidad de la que se aprende. Una mujer ejemplar. Al cerrar este libro la sientes tan cerca que te dan ganas de decir al final: Gracias, Mercedes, gracias por todo.
Elvira Lindo