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La aurora del nuevo siglo fue un momento de euforia para Occidente, y en especial para su potencia hegemónica. El desplome del «socialismo real» parecía abrir la puerta al fin de la Historia, al predominio pacífico del capitalismo y de la libertad política personificados por los Estados Unidos. La amenaza exterior del bloque soviético se había disipado con el desplome de la URSS y despuntaba el «nuevo siglo americano», un imperialismo feliz cuyos límites destaqué en el ensayo de apertura de este libro. El diagnóstico pesimista se confirmó tras el 11-S con la catástrofe de Irak. A partir de entonces entraron en juego los agentes y los factores del declive. En primer lugar, el reto del terrorismo islámico, agudizado por el fiasco iraquí. A continuación, el inesperado resurgimiento de imperios enterrados prematuramente: el ruso y el chino en primer plano. Y desde 2008, la crisis capitalista que marcó el fin de una sociedad occidental estable y opulenta, y la crisis de la democracia representativa, con el auge de populismos y del posfascismo. No es solo una erosión interna del sistema democrático. Los viejos/nuevos imperios plantean de modo abierto, como el islamismo, un rechazo total de cuanto ha supuesto la cultura política occidental basada en la libertad individual y en los derechos humanos. Y no lo hacen solo en las ideas, sino desde políticas imperialistas agresivas, visibles en la invasión de Ucrania por Putin y en la amenaza de Xi sobre Taiwan. El espectro nuclear cierra el círculo del pesimismo de la razón ante el nuevo «orden» bipolar.