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No estamos solos. A nuestro alrededor hay fantasmas que pueblan las estanterías de voces que cantan el dolor y la pérdida, el deseo y la nostalgia. Si la vida es un río, un escenario o una gran sala de espera, también es un camino de piedras. Piedras que vamos dejando caer para que no se pierda nuestro rastro, para que podamos volver, en cualquier momento, a ese paraíso original y mítico, poblado de sombras y quimeras. ¿Sonaría una sinfonía ante un auditorio desierto? ¿Se haría la luz ante una humanidad cegada? Como sugiere el budismo zen, una sola mano no aplaude; precisamos del tú esencial, tan machadiano, para ser. Las voces de los fantasmas conforman nuestra esencia: somos porque los leemos. Pero también ellos son, y serán, porque precisan de un lector, de un interlocutor para existir. El poeta será un fingidor, pero el lector siempre será un enfermo. Porque ante todo, por encima de todo, es un enamorado. Este volumen no es más que una carta de amor destinada a algunos de esos fantasmas de nuestras estanterías. Porque en aquellos momentos en los que el mundo se rompe, sólo necesitamos deslizar los ojos por los anaqueles de la biblioteca para encontrar un ancla a la que aferrarnos. Cuando todo falta, ellos nunca fallan. Quedan sus nombres.
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