Ref. ULTL0004

La casa dormida

Un niño o una niña que, por lo que sea, vuelve con sus padres a vivir en la casa de sus abuelos está regresando a la memoria aun antes de tener memoria. Entonces, los recuerdos aprendidos justo a la vez que las vivencias, no más tarde se convierten en otro idioma. Crecerá bilingüe. Para siempre tendrá una predisposición natural a la nostalgia, que no será ni triste ni impostada, sino un hábito del alma. Esa es la situación privilegiada de Guadalupe Grosso. Unas sombras chinescas quietas, el abrazo del mar que es el viento de Poniente, el aljibe, la piel de cartón de los bulbos, un olor profundo (de nuevo) a mar, la madera de los muebles, la furia del Levante, la lluvia y el oro, y ese vinagre, vino echado a perder, que resucita glorioso, cuántos trazos de escritor grande en un libro tan breve. En La casa dormida se cumple al pie de la letra la idea de Chesterton: una casa es más grande por dentro que por fuera. Y quizá lo más grande de ésta sea su silencio azoriniano. También la recóndita solera, que se asienta en una prosa de la estirpe de José Antonio Muñoz Rojas. Y al fondo del pasillo, una luz de poesía juanramoniana. ¿Quién iba a decir, entonces, que la casa ya acogía, acogedora, en potencia, a estos tres invitados ilustres e invisibles? Ahora que está abandonada vemos a Azorín, a Muñoz Rojas, a JRJ: llevan de la mano a una niña que les trae de la mano. Y la casa es honda y hermosa como nunca. Enrique García-Máiquez

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