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EN el volumen que el lector tiene en sus manos, Antonio Regalado, hijo del exilio, espoleado por la involuntaria llamarada de un súbito recuerdo, teje un luminoso tapiz, de colores cálidos y fríos, en el que recorre como el hilo rojo trenzado en los cordeles de la marina inglesa, la figura y la obra del autor de Zalacaín el aventurero y El viaje sin objeto. Es esta obra muy sui generis, ya que no se acoge a ningún género literario, el autor inicia su periplo por el milagroso dédalo de la reminiscencia con recuerdos del Cambridge, Massachusetts de 1948. La recuperación del tiempo perdido entrelaza acontecimientos, paisajes, reflexiones e indelebles estampas de una variopinta galería de contemporáneos y coetáneos, no sin retroceder hacia la guerra civil del treinta y seis, y detenerse en las peripecias y tribulaciones del destierro republicano durante los años cuarenta en tierras francesas, cubanas y dominicanas. Tras regresar en 1965 a la tierra prometida, al hogar patrio, a la escuela rural de una sola aula donde aprendió a leer y escribir, en la pequeña aldea de Tabera de Abajo, incrustada en el campo salmantino entre dehesas de toros bravos y tierras de pan llevar, el autor prosigue su peregrinación al santuario de Nuestra Señora de la Peña de Francia y desde aquella atalaya en dirección noreste, a Itzea, el caserón de los Baroja en Vera de Bidasoa. Leyendo a Baroja, pone vivamente de relieve que la lectura no se confina al estudio, al placer y a la interpretación, es además o puede ser una condición de la existencia. Pro captu lectoris habent sua fata libelli (Los libros tienen su destino según la capacidad del lector) reza el hexámetro latino, que se presta a más de una lectura si fijamos la atención en las palabras habent su fata libelli, y leemos que cada libro tiene su historia.