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EL poeta moderno desarrolla habitualmente una doble vida: la del hombre y la del poeta. El primero es el individuo particular al que le suceden las cosas. El segundo es el sujeto específico que convierte en poesía los sucesos de la indiscernible trama vital, en virtud de un empleo original del lenguaje ordinario. En el caso concreto de Charles Baudelaire (París, 1821-1867), tuvo que afrontar una vida agitada, intensa, decididamente orientada por su actividad poética, para transformar radicalmente los hábitos, la teoría y la práctica de la lírica moderna, y para seguir interesando con sus obras a las generaciones sucesivas. El autor de Las flores del mal puso de manifiesto una nueva actitud frente al bullicio de las aglomeraciones urbanas, no sólo como realidad física, sino también como objeto de arte, al tiempo que buscaba una nueva manera de contar consigo mismo, en tanto sujeto viviente y en cuanto conciencia artística. Fascinado y repelido por el destino del hombre moderno, el hombre de las grandes ciudades, frente a una realidad impredecible que no controla, cubrió el abigarrado paisaje urbano con una amplia, inquietante y sugestiva constelación de signos, en cuyos resplandores mortecinos aún podemos reconocernos.